Durante mis treinta años de experiencia profesional, los pacientes me han ido enseñando a entender la forma que tenemos
los humanos de reaccionar emocionalmente. ¿Por qué ciertas
personas reaccionan con seguridad y con empuje ante las dificultades mientras otras reaccionan con sentimientos de pequeñez y desánimo? Y lo que a nivel práctico es aún más importante, ¿cómo podemos cambiar esta forma involuntaria de reaccionar emocionalmente?
Nuestra forma de sentir depende de las conexiones que se han establecido entre nuestro cerebro y las glándulas endocrinas. Por su parte, estas conexiones se han ido creando como resultado de las experiencias que hemos vivido a lo largo de la vida. En contra de lo que tradicionalmente
se había pensado, la neurociencia contemporánea ha demostrado que
nuestro cerebro es enormemente plástico, es decir, que su anatomía es
modifi cable a partir de múltiples experiencias relacionales. Modifi car
la forma en que sentimos es una tarea compleja que requiere cambiar
dichas conexiones. La refl exión racional y la voluntad son escasamente
efi caces a la hora de modifi car las conexiones neuroendocrinas que determinan nuestra forma de reaccionar emocionalmente. Con todo, los
humanos hemos evolucionado y nos diferenciamos de los otros grandes
simios por nuestra capacidad de utilizar nuestras relaciones con los demás para aprender a regular las reacciones emocionales. Por lo tanto, en
la especie humana las relaciones son la fuente principal de donde aprendemos nuevas formas de afrontar emocionalmente la vida.
Nuestro cerebro ha evolucionado para compartir estados emocionales. A diferencia de los otros grandes simios, en los últimos seis millones MUESTRA EDITORIAL
L A C O N E X I Ó N E M O C I O N A L
de años los humanos hemos evolucionado para alcanzar la capacidad
del «yo siento que tú sientes lo que yo siento». Desde el mismo momento del nacimiento, los humanos buscamos la conexión emocional con nuestras crías: las tomamos en brazos, nos las ponemos cara a cara, y
buscamos algún intercambio de señales (expresiones faciales y sonidos
bucales) que nos hagan tener alguna sensación, aunque rudimentaria,
de sentir cosas similares. Pasados los dos primeros meses, el bebé ya puede intercambiar sonrisas con sus cuidadores: un hecho que constituye
una de las primeras evidencias de que ambos, bebé y adulto, comparten
un estado de bienestar. ¿Por qué, para unos padres, es tan gratifi cante
conseguir esa conexión con su niño a través de la sonrisa?
Bonobos y chimpancés, los primates que más se parecen a nosotros,
nunca buscan esa conexión. Sería impensable que una madre chimpancé se pusiera su cría cara a cara y empezara a hacerle gestos y sonidos
buscando una respuesta, es decir, buscando una conexión. Antes del
año de edad, los humanos aprendemos a mirar lo que nuestros cuidadores miran, es decir, a compartir los intereses del adulto. Poco después
el bebé aprende a señalar y busca que el adulto mire lo que él señala.
Pero no bastará con eso: el bebé no sólo necesita que el adulto se fi je en
el objeto que señala, sino que también necesita que después este adulto
vuelva a redirigir la mirada hacia el pequeño para mostrarle que está
contento con lo que le acaba de enseñar. El pequeño necesita percibir
que el adulto se interesa por las cosas que a él le interesan, y necesita poder disfrutar conjuntamente con los adultos de este interés compartido.
Por extraño que nos pueda parecer, los chimpancés adultos no tienen
ni la capacidad de señalar, ni la capacidad de entendernos cuando les
señalamos con el dedo dónde está lo que están buscando.
¿Por qué la conexión emocional es tan importante para los humanos?
Una de las experiencias que más nos atrae es la de tener la sensación
de «yo siento que tú sientes lo que yo siento». Es decir, la experiencia
de la conexión emocional. Las relaciones que nos aportan ese tipo de
sensación de sintonía nos resultan agradables, en cambio, las personas
que percibimos que nos malinterpretan nos generan inquietud. Tendemos a huir de las relaciones en las que no nos sentimos entendidos y
buscamos mantener aquellas otras que nos proporcionan una sensación
de afi nidad derivada de la conexión emocional. ¿Qué sentido tiene que
compartir estados emocionales sea tan atractivo para nosotros?
Los humanos aprendemos a tener emociones a través de las relaciones. Cuando un bebé de 18 meses tropieza y cae, lo primero que hace MUESTRA EDITORIAL
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P R Ó L O G O
es dirigir la mirada hacia la expresión de su madre. El pequeño evaluará la gravedad de la situación a través de la expresión de su madre:
si ésta emite señales de estar asustada, el niño empezará a llorar; si la
madre hace señales de encontrarlo divertido, entonces el pequeño se
reirá. La reacción emocional de este pequeño ante la caída dependerá
de la reacción emocional de la madre. Pero si en lugar de la madre, en
este momento, el pequeño está con un extraño, entonces la reacción del
adulto desconocido será mucho menos relevante para el niño. ¿Por qué?
Porque ya desde pequeños sólo nos fi amos de aquéllos con quienes nos
sentimos conectados emocionalmente, que sabemos que «sienten lo que
yo siento». Si el otro no siente de una forma bastante parecida a como
yo siento, entonces es probable que sus soluciones a mí no me sirvan
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